
El otro día, mientras caminaba con Red por el parque, me puse a mirar el cielo. Estaba anaranjado, de ese color que anuncia que el día se va cerrando con calma. Y pensé en algo que había leído: se estima que en el universo hay entre 10²² y 10²⁴ estrellas. Eso es un 10 seguido de 23 ceros.
Inimaginable.
Y si bajamos a la Tierra, también hay estimaciones sobre cuántos granos de arena existen en todo el planeta. ¿Sabes cuántos? Aproximadamente 10¹⁸. (Y no, tampoco sé cómo lo calcularon. Pero me fascina igual).
Todo esto me lleva siempre a la misma sensación: somos parte de algo inmensamente ordenado, aunque desde fuera parezca caos. El universo entero obedece a leyes que no hicimos nosotros, pero que nos permiten estar aquí. Vivir. Respirar. Ser.
Y claro, en medio de todo ese orden impresionante… estamos nosotros. Los humanos. Que a veces nos creemos los reyes del sistema, pero que aún no hemos logrado replicar ni de lejos la complejidad del cuerpo que habitamos.
Por ejemplo, ¿sabías que se estima que el cerebro humano tiene unas 10¹⁴ conexiones sinápticas? Es tan abrumador como cualquier cifra cósmica. Somos un universo en sí mismos.
Entonces… ¿cómo podríamos pretender saber con certeza lo que es “mejor” para alguien en cada momento? ¿Cómo anticipar cuándo algo va a mejorar, o cuándo algo se va a transformar?
A veces, simplemente, lo que toca es dejar que ocurra.
Sé que suena fácil… pero no lo es. Porque dejar que ocurra implica confiar. Y confiar requiere soltar el control, aunque solo sea un poco.
En quiropráctica hablamos mucho de esta inteligencia innata que nos atraviesa. Esa fuerza que sabe cómo organizar, reparar, sostener, crecer. Nuestra labor no es “decirle” al cuerpo qué hacer, sino ayudarle a expresarse sin interferencias.
Lo más poderoso que podemos hacer muchas veces… es permitir. Es acompañar. Es quitar lo que estorba para que lo esencial pueda hacer su trabajo.
Como cuando sales a pasear, no para llegar a ningún lado, sino para simplemente estar.
Así de sencillo. Y así de profundo