
Nos han enseñado a cuidarnos desde el “deber”. A comer bien porque toca, a hacer ejercicio porque se supone, a ir al médico cuando algo duele… como si la salud fuera una tarea más de la lista.
Pero, ¿y si empezáramos a cuidarnos porque nos queremos?
Porque eso cambia todo.
Cuando el punto de partida es el amor propio, no necesitamos que nadie nos imponga nada. Elegimos movernos porque queremos sentirnos vivos. Elegimos nutrirnos bien porque sabemos que lo merecemos. Y empezamos a tratarnos con la misma compasión que a veces reservamos solo para los demás.
No se trata de esperar a estar bien para querernos. Es al revés: empezamos a estar bien cuando nos queremos como estamos.
No en esa versión ideal que proyectamos para “cuando tenga más tiempo”, “cuando me duela menos”, o “cuando esté más en forma”. Sino ahora. Con lo que hay. Con lo que somos.
En quiropráctica lo vemos cada día: el cambio real no ocurre solo en la estructura física. Ocurre cuando alguien decide escucharse más, exigirse menos y permitirse ser. Desde ahí, el cuerpo responde. Porque se siente seguro. Porque dejamos de luchar contra nosotros mismos.
La vulnerabilidad, lejos de ser debilidad, es un espacio fértil. Es desde ahí que nos conectamos con lo auténtico. Como dice Brené Brown, la vulnerabilidad es la cuna de la creatividad, la conexión… y también de la sanación.
Así que no, no se trata de hacer todo perfecto. Se trata de quererte completo. Incluso en lo que no te encanta. Incluso en lo que todavía está en proceso.
La salud no debería ser un castigo ni una meta imposible. Debería ser un acto de amor propio sostenido.
Y ese, te aseguro, es el mejor punto de partida.